viernes, 27 de marzo de 2020

Noche islandesa

Durante mi viaje por Islandia hace unos años visité el museu Glaumbaer, dedicado al mundo rural islandés.



Glaumbaer es una granja- museo situada en Skajafjodür, en la costa norte de Islandia, junto frente al Mar de Groenlandia. Se encuentra sobre una colina, aislada del pueblo y de todo, como cualquier  otra granja islandesa. Esta granja-museo del siglo XVIII restaurada,  constituye la muestra de las durísimas condiciones de vida de los campesinos islandeses.

Glaumbaer la conforman trece casitas medio enterradas. El techo y las paredes de estas edificaciones están hechos de turba seca, único material de construcción, un poco aislante, que se podía utilizar en el país en el siglo XVIII, porque en Islandia no había árboles, se los llevaron por delante los vikingos y los volcanes. En el siglo XIX los islandeses pudieron añadir madera a las paredes y techos de las casas. Los troncos de los árboles llegaban a las costas islandesas desde América, a través de las corrientes de mar. No es increíble?.

Las casitas de la granja Glaumbaer estaban unidas entre ellas por un largo pasillo también medio enterrado. Cada una de ellas tenía una función diferente: cocina, despensa, lechería, e incluso existía la habitación de invitados. Pero la estancia que me llamó más la atención de la visita turística fue  la denominada Sala Común, al final del largo pasillo: una salita donde vivían, comían y dormían los señores de la casa, los criados y los peones todos juntos sin distinción.



Hasta veintidós personas podían ocupar este espacio reducido. Todos juntos en esta sala para poder darse calor entre sí,  y que de esta manera la temperatura de la sala fuera más agradable. Las camas individuales servían para dormir, pero también para guardar dinero y objetos de valor bajo la almohada, lugar sagrado e intocable, así como también para comer y para trabajar los largos y oscuros días de invierno. Me fijé en unas preciosas bandejas de madera individuales que resultaron ser imprescindibles para sus propietarios: se utilizaban para comer, para coser, para cardar la lana, para escribir... Durante los días y las noches de invierno islandeses las veintidós personas convivían intentando no tocarse entre ellas mientras se ocupaba cada uno de sus cosas. Era la prueba de màximo respeto y buena convivencia. Para entretenerse se explicaban historias, las famosas Sagas islandesas.

Estos valientes payeses, descendentes de vikingos, aislados del resto del mundo durante meses, no podían salir de sus granjas durante el invierno islandés de noches eternas y nevadas con ventisca. Pero había una cosa que tenían bastante clara: después de aquellos inviernos oscuros, llegaría el color de la primavera y sobre todo la luz del verano. Entonces ya podrían salir de las casas para trabajar el campo y cuidar sus animales.

Sabían que aquel encierro era temporal.

La diferencia entre los islandeses en sus granjas y nosotros confinados en nuestro piso aquí en España es la desesperanza. A pesar de que estamos infinitamente más cómodos en nuestro salon comedor que en  Sala común de Glaumbaer, yo no consigo visualizar cuándo llegará el verano.  No sé si después de esta oscura primavera en Girona, habrá el deshielo de la nieve sobre el tejado hecho de turba, el agua que cae desbordada por las majestuosas cascadas, o el verde de los campos de lava, como en  Islandia.